domingo, 12 de julio de 2009

Regresar

Siendo muy pequeño, cuando los vientos de grandeza no soplaban a mi favor y el mundo se presentaba amenazador para mis intenciones, dos cosas decidí para los días por venir. Sería quien estaba destinado a ser así mataran por ello y viajaría. Viajaría mucho. Lejos, cerca, allí a donde me llevaran mis deseos. No sabía cómo ni cuándo, sólo que lo haría. Aquella noche de febrero de más de tres años atrás, con el aroma de bosque y montaña que traía de mis vacaciones aun fresco, tampoco sabía qué clase de película me disponía a ver. Mucho, muchísimo menos, podía imaginar lo que vendría después. Presa del encantamiento y la conmoción supe lo que debía hacer sin demora. Debía indagar la razón del embrujo. Quizá también, con eso hasta llegara a encontrar otros posesos como yo.
Así comenzó esto, con una película con una historia a la que, sin querer, regreso una y otra vez.
O tal vez sí quiera, y eso está bien.
Hoy, a días de regresar de un viaje soñado en secreto, regreso a este sitio tan mío que, casi sin darme cuenta, he tenido abandonado. Viaje tan intenso como inspirador, tan emotivo como esperado, tan vivo como inolvidable. Viaje que, en más de un sentido, fue un regreso. Después de veintitrés años, exactamente la mitad de mi edad actual, a España. Y de tres, a los vientos frescos y acogedores de la montaña cuyo nombre hace tropezar la lengua. Los disfraces por fin se hicieron piel, mirada, voz, gesto. Todo olió a conocido, a añorado. No fue necesario demasiado. Ya nos habíamos dicho suficiente antes. Y si no lo habíamos hecho, lo mismo daba. Anfitriones increíbles, sentimientos francos, risas, sabores, sonidos, varias lágrimas, climas, sitios hechos de ciudad y campiña, sierra y mar, bosque y montaña, el material que construyó esta experiencia emocional. Las palabras no vienen a mí hoy, y las que lo hacen me suenan a poco. Por eso, hoy elijo imágenes y música.
He aquí un extracto de mis veintiséis maravillosos días en Andalucía, Catalunya y Madrid.
Maravillosos e inolvidables.
Luna MariCarmen, Estrella Marga, para ustedes con amor.
W!

lunes, 29 de diciembre de 2008

Nieve - Final




El lunes trajo consigo una nube ventosa del tamaño del condado. Las puertas se estremecieron, las ventanas golpearon, los sombreros echaron a volar. La violencia de las ráfagas obligó a entrecerrar los ojos, a sujetar las faldas. El calor que todavía se resistía a abandonar la región arremolinó el aire con embudos que nacían de la nada. En Signal y poblaciones aledañas desperdicios de toda clase y matas secas rodaron por doquier. En los ranchos la hierba se meció, los tablones de graneros y cobertizos crujieron como truenos, las copas de los arboles sisearon incesantemente. Rafael Sheeler, Conroy y Harlow estuvieron en sus puestos desde mucho antes de que los rayos de sol atravesaran trabajosamente el manto de nubes. Rafael casi no había dormido pensando con qué cara entraría al comedor de los Flynn esa mañana. Decidió que lo saltearía no bien despertó, pero pronto se dio cuenta de que tenía un hambre feroz. A pesar de la excitación que lo dominaba, entró al rancho con paso firme, empujado por el viento. La puerta sonó como un cañonazo al cerrarse. Maldijo su torpeza. Saludó sin mirar a nadie. Salvo las niñas, ninguno lo correspondió. La mirada de los Flynn llegaba a doler en la nuca. El señor Flynn, escupiendo granos de maíz en todas direcciones, le dio el parte para las faenas de ese día. El cuenco para los cereales y su taza estaban en el lugar correspondiente, pero Joshua no dio señales de vida que quebraran la mudez del desayuno. Ni una palabra se dijo acerca de por qué no estaba allí. Rafael partió hacia campo abierto con la cabeza dándole vueltas. Conroy lo acompañó toda esa mañana y gran parte de la tarde también. El hombre se mostró afable y voluntarioso en extremo. Le explicó muchas cosas, hablándole sin el característico tono seco y cortante de los habitantes del estado. Por el contrario, sonreía sin ocultar la falta de su diente frontal cada vez que terminaba de explicar algo, como satisfecho. Rafael escuchó complacido. Le caía bien Conroy. Pero no se le escapaba que éste lo estudiaba cada vez que podía. En numerosas oportunidades durante ese día lo pescó espiándolo por el rabillo del ojo. Conroy no parecía incomodarse. Por el contrario, le guiñaba un ojo o levantaba su pulgar. Soy un simple empleado y él debe reportarse al viejo Flynn después de todo, se repitió para alejar los lúgubres pensamientos que lo asolaron constantemente. A media tarde compartieron un almuerzo frugal bajo la sombra de un bosquecillo de cipreses. Rafael comió descorazonado. Había tenido la ligera esperanza de que Joshua aparecería con su vianda.


En el rancho, Madge Flynn iba y venía afligida. No le gustaba nada lo que estaba pasando. Después de dejar a las niñas en la escuela visitó al doctor Mac Gowan. Joshua palideció cuando vio entrar a su madre escoltada por el médico en su habitación. El doctor Mac Gowan introdujo una generosa cucharada de jarabe dentro de su boca temblorosa luego de extraer el termómetro. Con sus ojos saltones atravesándolo detrás de unas gruesas gafas, le aconsejó que descansara un par de días y que se alimentara bien. A su madre la tranquilizó diciéndole que no era más que una flojera pasajera, típica de los jóvenes de la época, mientras descendían por las escaleras.
El viento no dejó de soplar desde el sur. Llegaba a ahogar al respirar en esa dirección. Harlow, montado en su caballo manchado, dio la señal que Rafael ansiaba. Sus ademanes agitados les indicaron que era hora de regresar. Cabalgó junto a Conroy suavemente, cuidando del ganado desde la retaguardia cuando Harlow se les unió al frente del convoy. Éste no dejó de dirigirles miradas fugaces durante todo el camino. Los perros ayudaron desde todos los flancos ladrando sin cesar. Rafael se apuró a desmontar los caballos y llevar los perros al establo. Los alimentó como pudo mientras los dos hombres se ocupaban de volver el ganado a su corral. Se acicaló a toda velocidad mientras desde dos ventanas diferentes, las cortinas se descorrían sucesivamente. Ingresó a la casa cuando la señora Flynn salía de la cocina con una bandeja donde un plato humeaba en espirales. El retumbo de sus pasos subiendo la escalera le confirmó a dónde se dirigía.
- ¿Joshua se encuentra bien?
- Está enfermo. – pronunciaron cadenciosamente las niñas con ojos cómplices.
- Tienen dos segundos y ni uno más para terminar todo lo que hay en su plato. – amenazó el señor Flynn. – Y en cuanto a ti, limítate a hacer bien tu trabajo. Eso es lo único que debe importarte, ¿está claro?
Rafael inclinó lentamente la cabeza.
- Maldito viento. Maldito calor. - gruñó Stanley Flynn. – Maldita vida. – musitó para sí mismo.
El viento había amainado cuando Rafael se encaminó a su camastro en el granero. El aire se sentía fresco, las estrellas centelleaban muy por encima de su sombrero. Pero él estaba demasiado cansado como para darse cuenta. Se quitó la camisa, las botas y los pantalones y se desplomó sobre el catre. Era de madrugada cuando sus párpados se separaron. Tras un instante de desconcierto, pudo distinguir a Joshua acuclillado junto a una pila de fardos. Sus manos entrelazadas como un capullo, se mecía nerviosamente, murmurando algo como un rezo. Rafael se incorporó y caminó hacia él. El muchacho lloraba. Estaba descalzo, vestido con una camiseta y el pantalón de un pijama. No pareció alterarse por la cercanía de Rafael. Aunque dejó de mecerse continuó murmurando lastimosamente. Rafael no logró comprender lo que decía. Acarició su pelo desordenado, y cuando estuvo seguro de que Joshua no se resistiría esta vez, lo tomó de una mano y lo condujo lentamente hasta el camastro. Rafael se echó primero. Joshua se recostó encima suyo, dócilmente. Se miraron fijamente, sin decirse nada. Sus brazos rodearon el cuello de Rafael. Su boca se apoyó sobre su oído. Perdóname, perdóname por favor, repitió en susurros casi imperceptibles. Aferrados el uno al otro, así permanecieron hasta que Rafael adivinó que pronto comenzaría a clarear. Sólo en ese momento fue que sus labios se unieron. Luego Joshua desapareció tras el portón. La hierba se abrió a medida que sus pasos trazaron la diagonal que une el granero con el rancho. La escena se repitió durante tres noches consecutivas. Rafael no hizo otra cosa que vivir esos días esperando ese momento. Joshua, en la soledad de su cuarto, fingiendo la indisposición que había diagnosticado el doctor, hizo lo mismo. Cuando el reloj daba la una, se deslizaba hasta la ventana abierta de par en par, cuidando de no pisar ninguno de los tablones que suelen crujir bajo su peso. Sentado sobre el alero de pizarra gris, se arrastraba muy sigilosamente hasta dar con una de las columnas que sostienen la galería. Sólo una vez, la segunda de las noches, debió reprimir un grito cuando un clavo se enganchó en uno de los dedos de su pie. Aunque cojeó el corto trayecto que separa el rancho del granero, no reparó en la herida hasta que Rafael advirtió el profundo tajo del que manaba un reguero de sangre. Con un jirón de tela de una de sus dos únicas camisetas envolvió amorosamente el pie de Joshua y detuvo la hemorragia. Los dos consideraron sus encuentros un regalo, un milagro del que no se atrevieron a hablar, a hacer la menor mención. La intensidad en los gestos, la cercanía de las miradas al acariciarse tomaron el lugar de las palabras que jamás pronunciaron. El silencio del granero con su aroma a cuero, heno y bosta seca los acogió tanto como el cielo estrellado y la brisa serena afuera. Durante tres tibias noches.



En Wyoming nadie confía demasiado en los reportes meteorológicos. El clima puede cambiar tan súbitamente que puede echar por tierra cualquier cálculo, mas aun en pleno otoño. Era la noche del día de Acción de Gracias cuando una enorme masa de aire polar avanzó desde el norte de Canadá como un cerco envolviendo el ganado insurrecto. La temperatura descendió abruptamente. Nubes gélidas acabaron con las ingenuas pretensiones tropicales de la región sin piedad alguna. Rafael y Joshua se prodigaban su amor por primera vez bajo una frazada gruesa y sucia. Lo hacían, con el mismo silencio cómplice que habían mantenido en cada uno de sus encuentros. Con el mismo silencio con que Rafael soportaba cada jornada de dura faena. El mismo de Joshua, en cada fuga del rancho, en cada regreso a hurtadillas antes del amanecer. Con ese mismo inquebrantable silencio que era un pacto jamás firmado, los copos de nieve comenzaron a caer, como una lluvia perlada que pronto cubrió todo de blanco. Indiferentes, sin poder detenerse, los muchachos continuaron amándose, ajenos a caprichos naturales, a veleidades humanas. Fue Rafael, nuevamente, quien, mirando por encima del hombro de Joshua, advirtió lo que sucedía. La nevada se detuvo poco antes de que terminara de vestirse con su camiseta y su pantalón pijama. Ambos temblaban de frío cuando se despidieron con un beso del que no querían separarse. Joshua anduvo el camino hasta el rancho con las botas de Rafael en sus pies. Ya vería cómo se las arreglaría para devolvérselas. Nada le importaba demasiado ahora que sabía lo que deseaba. Nada le importaría tampoco de ahora en adelante.


La señora Flynn despertó antes que de costumbre. La casa se sentía de hielo. Metió sus pies en sus pantuflas y manoteó el grueso batón que colgaba de un gancho detrás de la puerta de su alcoba. Abrió el armario de la habitación de los niños y extrajo dos gruesas mantas con las que cubrió a las niñas y al bebé. Bajó pesadamente las escaleras y corrió a encender los leños que mantenía siempre junto al hogar. El sol se las arregló para perforar los débiles resquicios que dejaban las nubes cuando puso agua a hervir. Fue cuando oteó a través de la cortina que las vio. Las huellas, pequeños hoyos salpicados sobre el manto de nieve, dibujaban una línea casi perfecta que unía el granero con la ventana de la habitación de su hijo. Harlow no le había mentido. Ni siquiera había exagerado, comentando como al pasar, “Joshua debe haber llegado justo a tiempo para el servicio el domingo”. “¿Qué diablos dices? Josh no asistió a la iglesia porque estaba enfermo”, le había espetado ella. “Pues entonces Conroy está más ciego de lo que yo creía”, había agregado él, sin más. Madge Flynn no había necesitado indagar. Su sexto sentido jamás le había fallado, y no lo había hecho tampoco en esta ocasión. Todos conocían su don. No por nada a ella acudían tantas mujeres desesperadas por algún consejo o una palabra que tranquilizara su angustia. Ella se las daba, gustosa. Era nada a cambio de toda la información que adoraba recibir. Y seguramente era como ella lo sentía, seguramente tenía la capacidad de ver más allá. Un poco más allá, y tan sólo algunas cosas. Conroy, un tipo no muy aficionado a la discreción, se había guardado sin embargo de mencionarle a Harlow que había visto al joven Sheeler en la orilla del arroyo sólo vestido con su sombrero negro. No sabía bien por qué lo había hecho. Le había parecido un dato jugoso, que daría tela para cortar por mucho tiempo. Además, distraería a las alimañas del pueblo. Pero le agradaba el muchacho, simplemente. Quizás demasiado, pero eso es algo de lo que no debe hablarse. Ni pensarse siquiera, ¿qué hubiese dicho Harl? La mujer no dudó. Tomó una de las carabinas que se agolpan contra la pared del recibidor. Descorrió el cerrojo, penetró en la intemperie. El frío la golpeó como un puño certero. La nieve se había vuelto una masa compacta y dura. Con andar decidido e intimidante enfiló hacia el granero cuyo rojo ajado parecía atraerla como la carne a un oso famélico. La escarcha crujió bajo sus pantuflas. No había completado ni la mitad del trecho cuando resbaló violentamente. En su pesada caída su dedo índice se trabó con el gatillo. El disparo, como un latigazo, pareció retumbar hasta el cordón de montañas gris violáceo. Rafael despertó aturdido y muerto de frío. Se incorporó de un salto y se abrigó con su chaqueta. El caño de la carabina asomaba por el recodo del granero cuando sus pies descalzos pisaron el hielo. Oyó el estampido pero no sintió la bala penetrar su piel, calar sus tejidos. Sus ojos sí leyeron los labios de la señora Flynn gritándole cerdo depravado, maldito demonio, antes de caer. Stanley Flynn y las pequeñas Megan y Sue Ann vieron todo a través de las ventanas de sus cuartos. Como una sombra, trastabillando repetidas veces, Josh avanzó desesperado a través de la nieve aplastando las marcas que había dejado apenas unas horas antes. El frío quemaba, pero él sólo era capaz de sentir con el corazón. Y el corazón no conoce de estaciones ni climas. Cuando dobló para alcanzar la entrada del granero, su madre se le apareció de espaldas, la carabina aun en sus manos. Inmóvil, Rafael yacía unos pasos más allá, sobre la nieve congelada, rodeado de un charco de sangre oscura. Los labios de la mujer temblaban de indignación en tanto su cabello se desprendía en mechones que agitaba un viento repentino. Josh no la miró siquiera. Se abalanzó sobre el muchacho para sostenerle la cabeza, y por primera vez dijo su nombre. Lo repitió hasta que lo aulló suplicándole que no se fuera. Sus lágrimas se mezclaron con el brillo acerado del sereno rostro de Rafael, y se quedaron allí, convertidas en pequeños cristales.
Conroy se apeaba de la camioneta cuando creyó ver a Josh cargando un saco. El muchacho tambaleaba y lloraba, abriéndose paso en la nieve dura. Cuando se acercó lo suficiente descubrió que tenía la camiseta y el pantalón pijama empapado en sangre. Y que el saco era el muchacho Sheeler. Harlow los abordó cuando ya estaban en la cabina y Conroy giraba la llave del encendido. Ninguno de ellos reparó en su patrón, que caminaba lentamente, cuidando de no resbalar, en dirección a su mujer. Harlow iba a preguntarles a dónde creían que iban, pero no tuvo tiempo. Los neumáticos envueltos en cadenas crepitaron sobre la nieve, la camioneta corcoveó levemente y pronto se perdió en el sendero que conduce a la interestatal. El lloriqueo del bebé disuadió finalmente a Sue Ann. Megan permaneció con la nariz pegada al vidrio de la ventana doble un momento más. Sonrió cuando comenzó a nevar copiosamente. Tendrían, cuanto menos, una Navidad blanca.
Alrededor de cinco años más tarde, para la misma fecha, Conroy bebía una cerveza en el Wandering Horse. Moe Stubbs, el cartero, le había alcanzado una tarjeta postal, la última entrega de su recorrida. Había mirado la caligrafía en el frente del sobre con extrañeza. Había sonreido luego, al leer el remitente. Rasgó el papel con prisa. Unas palmeras decoradas con luces festivas se recortaban contra el cielo dorado de California. Y atrás de la imagen, ahí estaban, las líneas con la noticia que, ahora caía en la cuenta, había esperado todo este tiempo. Él no lo había olvidado, como sí lo habían hecho finalmente los chismosos del pueblo. Sacó la postal del bolsillo de su camisa y le echó una mirada una vez más. Suspiró. Hay quienes, al final, llegan a cumplir sus sueños. Eso hay que celebrarlo, pensó. Siempre. Ordenó otra cerveza. Harl no tardaría en unírsele.

FIN
Imágenes: www.sxc.hu

lunes, 22 de diciembre de 2008

Llega Navidad...

...una vez más. Y por esta parte del mundo no solemos ser originales en nuestros comentarios, referidos en su mayoría a la velocidad con la que se escurre el tiempo. A lo rápido que pasa todo. Cuando abrí la caja en la que guardo mi árbol de Navidad tuve la misma extraña sensación de cada año. Me pareció que no había transcurrido el tiempo que marca el calendario. Y sin embargo, miraba hacia atrás y sí había un camino recorrido durante doce intensos meses. Camino que fue bien diferente a los anteriores. Celebrado la mayoría de las veces, lamentado algunas otras. Pero bueno, así es la vida.
Y llega Navidad y con ella a la mayoría se nos abre un cofre que guarda un sinfín de emociones encontradas. La tradición de alguna manera nos obliga a empaparnos de rojo, verde, dorado o plata, a decorar nuestras guaridas de manera festiva, instalando algún Papá Noel sonriente, un muñeco de nieve con nariz de zanahoria, un moño rojo, alguna campanita que tintinea alegremente al llevárnosla por delante. Excepcionalmente, algún pesebre que nos recuerda qué evocamos por estos días.



Personalmente, amo la celebración de la Navidad. Me encanta ver shoppings, vidrieras, calles, ventanas, balcones, ambientadas con guirnaldas, pinos y lucecitas de colores. Lo confieso, me encanta. Si fuese alcalde de mi ciudad, exigiría vestirse de rojo y blanco, o de duende, o de reno. Y si fuese Dios, crearía a Papá Noel y haría nevar durante la Nochebuena. En eso, el imperialismo sí pudo conmigo. Lo arrastro desde mi infancia. No hay año en que no caiga en las garras del consumo febril de este tiempo y regrese a casa con mi bolsa portando adornos nuevos. Contento como si el mundo fuese hermoso e idílico como las imagenes que abundan en esta época. Sé bien de la amenaza del Mal desde todos los flancos. Por eso me aferro a este aspecto que comparto poco o casi nada. Un refugio más. O, visto desde otro ángulo, quizá también, una alternativa.
Por todo esto, porque es Navidad, es que quiero hacerles llegar la alegría de estas fechas con mis bendiciones y mis mejores deseos.
Abramos el corazón a la bondad, al respeto, al cariño.



FELIZ NAVIDAD, FELIZ 2009 PARA TODOS
Imagenes: archivo personal

lunes, 24 de noviembre de 2008

Nieve - V


El calor que brotaba a través de las rendijas se mezcló con el aire rancio del granero. Llegó hasta las fosas de Rafael Sheeler con una exhalación del viento que arremolinaba briznas de paja y tierra afuera. Se revolvió con pereza, estiró brazos y piernas con un largo quejido. Creyó escuchar los acordes desafinados de una armónica hasta que dejó de acomodarse y quedó boca abajo. El armazón del camastro no rechinó más, reinó el tórrido silencio nuevamente. La atmósfera viciada de la noche reciente emergió de entre los pliegues de la ropa que no se había sacado antes de desplomarse. Una fuerte presión a la altura de su entrepierna lo obligó a voltear una vez más. Tenía deseos de orinar pero la erección no se lo permitiría. A pesar del ensueño matinal, reparó en el tiempo que llevaba sin tener sexo. No era que hubiese tenido mucho en su vida, a decir verdad. Y cuando lo había conseguido, no había sido por voluntad propia. Ni con la clase de persona que soñaba. Eso ya casi ni lo deseaba. Había venido a parar al rincón menos caliente del planeta ahora. Al más hipócrita, también. Pero así funcionaban las cosas en todos los estados de la confederación. Salvo en uno, alguien le había dicho con un dejo de reprobación. O envidia, quizá. Juntaría dinero suficiente y allí se largaría alguna vez. A California, donde la gente es libre. Cuanto menos allí, si era así realmente, nadie lo miraría de mala gana. Allí no echaría de menos las miradas subrepticias que creía adivinar en muchos. Miradas que infinidad de veces lo habían metido en serios problemas. En California, si la paga al fin del otoño lo permitía, haría lo que le rondaba en la cabeza desde que tenía registro.
Recordó que había llegado a oír el motor de una camioneta cuando el sol se alzaba sobre las vigas que atraviesan el portón, y que había maldecido. También que era domingo, y los domingos tenían mucho de sagrado en esa región del estado de Wyoming. Eso le habían advertido también, como cada vez que intentaba emprender algo. Déjate de estupideces y ponte a trabajar como cualquiera, le decían siempre. Los Flynn habrían acudido al servicio en la iglesia de Signal, amontonados sobre el asiento de la cabina. Los pequeños gritando, Joshua en la caja, resoplando, podía imaginarlo. No habían tenido la delicadeza de anticipárselo, lo suponía nada más. A su regreso la señora Flynn lo miraría con desprecio por dormir hasta cansarse y no cumplir con los mandatos de Dios y a él le daría por el culo. Dios jamás lo ayudaría, por mucho servicio al que asistiera.
Su camisa apestaba, a tabaco y a sudor. Lavaría su ropa, eso haría ese día. Debía hacerlo, además, o no tendría qué ponerse. La semana que comenzaba sería de trabajo muy duro. Eso sí bien se habían encargado de hacérselo saber. También debería procurarse algo de comer. Los domingos no estaban incluidos en el trato. Pero eso sería más tarde, su estómago no se había aliviado todavía. Se preguntó cuándo aflojaría el maldito calor. Le habían insistido hasta el hartazgo que trabajaría en uno de los estados más fríos del país. Aunque ahora que lo pensaba bien, en un aspecto no le habían mentido en absoluto. La erección no aflojaba y moría en deseos de orinar. Trató de pensar en algo desagradable y cayó en la cuenta de que no conseguía quitarse a Joshua Flynn de la cabeza. Aflojó los botones de la bragueta y manoseó su miembro. Aprovecharía la calurosa soledad, no estaría mal una acabada. Repentinamente cambió de idea, se incorporó y miró en derredor. Motas de polvo flotaron enloquecidas a través de los rayos de luz. Dio un rodeo breve por entre las filas de fardos y los muros de las viejas caballerizas. Registró el suelo en busca de pisadas. Las había de todos los tamaños. Marcas de herraduras mezcladas con bosta seca también.
Afuera, junto al barril, lavó profusamente su cara, mojó su cabello. El viento sobre la piel humedecida lo reconfortó. Bien pudo ser el viento también lo que meció uno de los paños de la cortina de la cocina de los Flynn cuando dirigió la vista en esa dirección. Orinó de espaldas a la casa recién cuando se aseguró de que nada más se movía. No pudo ver que la cortina volvió a descorrerse con sigilo, había cerrado sus ojos profundamente aliviado. Mientras juntaba sus cosas, luego, dedujo que las corrientes de aire no suelen sacudir discriminadamente.
Había visto un arroyo desde lejos, cuando vigilaba los movimientos de Conroy y Harlow durante las incursiones de la semana. Decidió que allí pasaría gran parte del día, sino todo. Echó un último vistazo al rancho antes de perderlo tras las estribaciones de las colinas al norte. Una sombra se movía vacilante pero su leve miopía le impidió distinguirla. Montó durante una media hora, hasta un recodo invitador. Algunos árboles registraban ocres prematuros. Otros habían matizado de rojo sólo las hojas ocultas del sol. El rumor del agua silenciaba cualquier otro sonido. Ató su caballo al tronco de un árbol añoso. Descargó el atado con la ropa de trabajo de su montura. No se quitó los calzoncillos, la camiseta ni el sombrero al llegar a la orilla barrosa. Introdujo sus piernas hasta la mitad de sus muslos reprimiendo un temblor. El agua debía tener la temperatura de la nieve de las montañas detrás suyo. Lavó concienzudamente cada una de sus prendas, frotándolas contra las piedras. Para cuando terminó, el arroyo, aún en su caudal incesante, se sentía tibio. Paseó la vista brevemente y se desnudó aprisa, para limpiar la ropa que llevaba encima. Sus genitales lucían encogidos bajo el agua. Debía verse gracioso con su piel lechosa y su miembro del tamaño de un pepinillo bajo el amparo del sombrero negro, pensó. Dispuso las prendas separadamente, sobre las rocas planas que absorbían el sol, sujetas con piedras en los extremos. Iba a tenderse a echar una siesta cuando un crujido de ramas paralizó su corazón. Lo primero a que atinó fue a cubrir sus intimidades con el sombrero. Alguien chilló desde detrás de unos arbustos espinosos, siguió un ruido seco. Sin importarle nada, corrió en la dirección del grito. Joshua, tumbado sobre unas ramas filosas, los pantalones a la altura de las rodillas, lo escudriñaba con los ojos cargados de espanto. Sus manos temblorosas no lograron cubrir la húmeda excitación de sus genitales. Rafael respondió a sus más crudos instintos lanzándosele encima. Cubrió la boca del muchacho con la suya, restregó su pene, que pronto se desentumeció contra el de Joshua. Éste intentó liberarse en vano, mordiéndole los labios, empujándolo con sus puños, tirando de su cabello. Rodaron por el suelo, más ramas se estremecieron, las espinas se clavaron en la espalda de Rafael. Aulló de dolor, giró sobre Joshua, abrió su camisa y hundió sus labios en su cuello. Éste pataleaba y jadeaba como un cordero a punto de ser carneado. Insultaba con palabras que Rafael jamás había escuchado. Sus uñas se hundieron en los costados de Rafael, rasgando la piel herida por las espinas. Los dedos de la mano de aquel se unieron con firmeza y fueron a dar contra la mejilla de Joshua con un estruendo. Los forcejeos del joven se aquietaron. El arroyo con su canto pareció acompañar el encuentro de sus miradas. La de uno, firme, anhelante. La del otro, a punto de romper en llanto que no era de tristeza ni dolor. El aire que a horcajadas emanaba de los pulmones de Joshua llegó a los labios de Rafael con una caricia suave. Dedos sudorosos se deslizaron hasta clavarse con fuerza en sus mejillas enrojecidas. El escupitajo dio justo en el entrecejo de Rafael. Se lo quitó y en lugar de arrojarlo lejos, lo sostuvo en la palma de su mano. Joshua sonrió con sorna, un hilo de sangre caía de sus encías. Rafael salivó con rudeza sobre sus dedos que fueron a dar entre las nalgas del muchacho. Éste gimió y se retorció como un venado en el último soplo de vida. Pataleó cada vez más fuerte, Rafael jamás imaginó que lo hacía para librarse del amarre de sus botas y pantalones. Lo consiguió a medias, no importaba ya. Rafael había logrado inmovilizarlo. Abrió sus piernas, las levantó, cerró sus ojos. Maldito marica, murmuró con resignación. Apretó sus dientes cuando el otro ya suspiraba con clamores que parecían agitar la hierba y todo el bosque. Una llamarada, así la sintió, fue la exacta mezcla de padecimiento y goce. No hubo que imaginar ni otear nada esta vez. Tampoco necesitó de sí mismo para descargarse. No se sintió un cochino ni un demonio, como su madre suele repetir haciendo referencia a las Sagradas Escrituras. Por el contrario, antes de que sus párpados cayeran creyó ver dibujada un ave con sus alas desplegadas en los contornos de una nube pasajera.

Los rayos del sol caían inclinados y tibios cuando Rafael parpadeó y volvió a la vida. Conroy arreaba un par de vacas revoltosas cuando vio a Joshua montar su caballo como flecha a través de la pradera que surge del arroyo. Levantó su mano pero el joven jamás le correspondió. Decidió retrasar un momento el regreso a su puesto en el faldeo movido por su acostumbrada curiosidad. Lo intrigó la prisa que llevaba el hijo de su patrón. Donde fuera que había estado antes, ya era demasiado tarde para llegar al servicio en Signal. Su caballo trajinó hasta trepar un promontorio que forman las rocas apiladas en torno al arroyo. Inclinaba el ala de su sombrero para evitar el resplandor cuando divisó a Sheeler levantando ropa del suelo, vestido sólo con su viejo sombrero negro con una pluma de águila clavada en uno de sus costados.
Continúa.
Fotos: archivo personal

lunes, 20 de octubre de 2008

Nieve - IV



- ¡Carajo, eres tú!
- ¿Quién creías? – murmuró Joshua Flynn, saltando fuera de la camioneta con desgano. - ¿Tienes un cigarro?
Rafael le pasó uno que sacó del bolsillo de su camisa y lo encendió sin que se lo pidiera. Fumó hondamente y al cabo lanzó una gran bocanada de humo sobre su nariz. Dio media vuelta y caminó arrastrando la suela de sus botas café dejando una estela blanca tras de sí. Unas muchachas de pantaloncitos cortos y rasgados entraban al bar en el preciso instante en que Joshua se disponía a hacer lo mismo. Les sonrió casi triunfalmente y se les adelantó para abrir la puerta. Ellas sonrieron con mohines cómplices al hablarle. Dirigió una mirada de desdén a Rafael que observaba la escena parado junto a la camioneta y, sin más, cruzó la calle y se perdió dentro del local de la acera opuesta, el Heaven and Hell. Rafael dudó un instante de desaliento. Pateó lejos una piedra y finalmente caminó resuelto. La atmósfera dentro del Wandering Horse estaba densamente viciada. El calor del exterior era mucho más pesado allí dentro, una espesa humareda flotaba en el aire. Qué diablos, pensó. Dio vuelta rápidamente y atravesó la calle. Había una pequeña multitud a la puerta del Heaven and Hell. Algo le hizo pensar que quizá el lugar había abierto hacía poco. El interior del bar corrigió sus sensaciones. Hacía tanto o más calor que en el Wandering Horse, pero al parecer, allí la gente no fumaba. O fumaba menos. Un ventilador de grandes aspas hacía su trabajo apenas removiendo el batido en el pelo de unas mujerotas que bebían con un grupo de vaqueros de barbas crecidas. El gentío fumaba, charloteaba y cuando reía lo hacía casi a los gritos. Una banda al fondo, sobre un escenario improvisado, desgranaba notas y acordes interpretando Old Texas ranch. Algunas parejas bailaban ajenas al resto, hombres con el sombrero puesto se apretujaban junto a las mesas de billar bebiendo del pico de sus botellas. Las meseras iban y venían acarreando bandejas llenas, el disgusto o el hartazgo impresos en sus rostros. Casi todo el mundo era mucho mayor que él. El cuadro representaba lo que Rafael Sheeler detestaba, pero no había mucho para elegir. No en ese pueblo perdido de Wyoming que es Signal, al menos. Decidió que no bebería esa noche si quería conducir de regreso al rancho sin problemas con la policía. Olfatean el aire, y rastrean al forastero en menos de lo que canta un gallo, le habían advertido. Se acercó a la barra y ordenó un refresco y un emparedado a una mujer de aspecto hombruno. Haciendo equilibrio, pegado a su labio inferior, se veía el extremo de un cigarrillo aplastado. No le extrañó tanto ese detalle sino el tamaño de sus pechos bajo la blusa de ribetes arremolinados. El lugar, sin lujos ni pretensiones, mantenía el estilo del Wyoming rural. La cabeza disecada de un oso pardo lanzaba miradas intimidantes desde una viga que cruzaba el bar, junto a otra, algo apolillada, de un alce de grandes astas. De todas las paredes pendían herraduras y espuelas extrañamente relucientes, y antiguas fotos en blanco y negro bajo marcos de ribete dorado. Frente a él, hileras de botellas cruzadas por el nombre del bar en neón rojo, y por detrás, un espejo que parecía una pantalla donde se reflejaba el variopinto extracto local. Algo caliente tocó su brazo repentinamente. Inclinó la cabeza para descubrir una lengua de hamburguesa asomando desde su refugio bajo dos enormes rebanadas de pan cubiertas de semillas. Un ruido seco a continuación anunció la llegada del refresco que había ordenado, a manos de un hombre de hombros anchos y mirada antipática. Rafael buscó el retorcido billete de cinco dólares que tenía dentro del pantalón mientras las conversaciones alrededor suyo orbitaban en tandas inconexas. Que este maldito calor no puede durar mucho más, que hay un foco de baja presión en el Pacífico, a eso se debe todo el desbarajuste, que no, que las hojas han retrasado su color otoñal, que no tendremos un día de Acción de Gracias como Dios manda este año por culpa del gobierno. Y alguien más allá arremetió con el alcalde y su probable postulación, justo ahora con todo el desastre de Nixon y su pandilla, y más acá otro se metía con el peinado y el atuendo poco acorde de la tal viuda de Monroe, y otro contaba que un alazán había escapado y su rastro se perdía justo al pie de las montañas. Rafael dejó de escuchar como si apagara un aparato de radio. Pagó y mordió un gran bocado de su hamburguesa. Sus ojos se nublaron en el espejo detrás de la colección de botellas. Por entre las cabezas que se movían en todas direcciones, tras la cortina de humo de los cigarrillos, Rafael divisó a Joshua riendo despreocupadamente junto a las chicas que habían entrado con él. Un par de jovencitas de trenzas se había agregado al alegre grupo. Desde donde él podía verlo sin que el muchacho lo advirtiera. Hablaba y gesticulaba abriendo grande su boca, hacía continuos ademanes, parecía disfrutar del momento. Y bebía pequeños sorbos del pico de su botella mecánicamente. Ciertamente no parecía el mismo del rancho. La gente se comporta con rareza, pensó Rafael, mientras su boca se llenaba de la dulzura gasificada de su bebida.



- ¿Sólo, vaquero? – Rafael desvió la mirada hacia la de una muchacha de pestañas como pararrayos y bucles cayéndole en cascada que le hablaba desde el borde de sus hombros.
- No. – se apresuró a contestar. – Eh... pues, sí.
- ¿Sí o no?
Rafael se limitó a fruncir el entrecejo como toda respuesta y volvió a morder un bocado de su hamburguesa. La mujer no esperó, se encogió de hombros y se marchó. Rafael la siguió por el espejo. Pertenecía a la banda de Joshua parapetada al fondo del salón. La observó decir algo a las otras chicas, todas rieron y miraron en su dirección. En otros tiempos a Rafael eso hubiese bastado para apesadumbrarlo, pero ya no. Rafael Sheeler es de esas personas a quienes se los descubre después de una segunda mirada. No es un muchacho precisamente atractivo, pero hay algo en él que obliga a repasar su aspecto. De ojos pequeños que no dejan ver el azul profundo de sus pupilas, barbilla prominente y nariz redondeada, tiene una sonrisa de dientes cuadrados y separados que, lejos de ocultar, despliega cada vez que tiene la oportunidad. Esa es, tal vez, la clave de su simpatía, o al menos lo es en su hogar en Virginia, donde goza de la casi inmediata popularidad que suele obtener entre las muchachas. Él siempre había pensado en lo irónica que suele ser la vida la mayoría de las veces. Pero ya no lo hacía. Prefería trasuntar caminos y ver qué le traía el destino, sin esperar demasiado. Pidió un refresco más para mitigar el efecto de la sobrecarga de aderezos en su hamburguesa. Hubo un ruido de cristales rotos, un par de gritos histéricos y un estrépito de muebles chocándose. Joshua, rodeado por dos grandulones de espaldas anchas, había súbitamente perdido todo signo de alegría en su semblante. Las jóvenes que lo habían estado acompañando se apretujaron contra una columna cercana. Todas salvo una, contemplaban la escena ansiosas, entusiasmadas por el efecto de lo que parecía ser algún desenlace inesperado. Uno de los hombres asestó el primero de los puñetazos en el mentón de un aturdido Josh. Éste tambaleó y fue a chocar contra la pared, de la que derribó unos cuadros con fotografías y torció otros tantos. El segundo hombre lo tomó del cuello de la camisa y descargó un segundo puñetazo en su vientre. Para ese entonces, Rafael ya cruzaba el salón abriéndose paso entre la multitud que contemplaba impávida. No le costó demasiado disuadir a los dos individuos. Maña, nunca fuerza. Esa es la clave, le había dicho alguna vez aquel peón de temporada con el que se había enredado un verano, el que había trabajado por años en California, junto a inmigrantes ilegales chinos. Ellos le habían enseñado algunas cosas, y él se las había mostrado a Rafael. Lo había obligado a aprenderlas, en realidad. Seas lo que seas, nunca dejes de comportarte como un hombre, le había insistido siempre. Con un certero puntapié empujó al primero de los dos hombres debajo de una mesa cercana. Uno de sus codos se hundió inesperadamente en el cuello del otro, su pie en los genitales y, gritando de dolor, cayó derribado a los pies del coro de muchachas. La de bucles como sogas, la que se había acercado cuando Rafael comía en la barra, lo miró candorosamente. Joshua sangraba por la nariz. Rafael lo tomó de los hombros y lo obligó a que caminara con él hasta la salida. Se paró en seco y regresó para buscar su sombrero, que había rodado por el suelo. Los ojos de quienes despejaban su paso se clavaron en los suyos con menosprecio, pero a él no le importó. Una vez afuera, se alejó a paso rápido, lo suficiente como para desalentar cualquier intento de búsqueda. Joshua acompañó su andar con una rara docilidad. Cuando hubieron ganado refugio tras un gran camión en el aparcamiento a un costado del bar, se soltó de los brazos de Rafael con rudeza.
- ¡No tenías por qué meterte, jodido peón! – bramó.
- ¿Quieres otro cigarrillo? – ofreció Rafael, encendiendo uno.
- ¡Métete tus jodidos cigarrillos en tu jodido culo!
- De acuerdo. – sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se lo pasó por los bordes de su boca ensangrentada. Josh reculó con horror, como si lo hubieran pillado en el medio de alguna actividad oculta.
- No quiero nada de ti. ¡No quiero que te me acerques, maldito peón de campo! – gritó, arrojando el pañuelo manchado al piso.
- Como tú digas. – fue todo lo que dijo Rafael. A grandes zancadas hizo sonar el taco de sus botas sobre el pavimento, encendió el motor de su camioneta y salió de allí raudamente. Por el espejo retrovisor creyó ver la tambaleante silueta de Joshua apenas iluminada por la luz de un farol pero ni asomo tuvo de volver a él. Que se arregle, pensó, no me importa que sea el hijo de mis patrones. Faltarían todavía un par de millas para llegar al rancho Flynn cuando giró en U haciendo chirriar los neumáticos. Desanduvo el camino aún más velozmente. No cruzó a ningún vehículo, no vio nada que indicara presencia humana más que la granja abandonada al borde de la ruta, hasta que por el rabillo del ojo vio pasar un bulto un poco más allá del cartel que señala el inicio de los límites de la ciudad. Frenó clavando con fuerza su pie en el pedal. Dio vuelta e iluminó la calle con las luces altas. Joshua, acurrucado sobre sí mismo, yacía a un costado del polvoriento camino. Con desconfianza levantó el ala de su sombrero y lo miró de reojo cuando se acercó.
- Levántate. Voy a llevarte al rancho. – ordenó Rafael.
- Vete a la mierda.
- ¡Dije que te levantes, maldita sea! – lo tomó de uno de los brazos y del frunce de la camisa, para incorporarlo con presteza. Las luces de la camioneta revelaron el miedo en el semblante del muchacho, los ojos gatunos, los labios levemente trémulos. Rafael habló a escasos centímetros de su boca. Pudo oler su aliento alcoholizado, sentir la pelvis del joven apoyada sobre la suya. – Y ahora te subes a la maldita camioneta sin chistar. – Joshua no dejaba de jadear, y a Rafael le pareció que el miedo en él había mutado a una emoción distinta, nueva, casi animal. Hubo una vacilación mutua, un movimiento que quiso ser, un acercamiento en falso. Un temblor, casi un cataclismo. Pronto todo se desvaneció en la pesadez del aire. Bufando, Joshua se liberó de las garras de Rafael con un gesto agresivo. Quitó una molestia ilusoria de sus labios, escupió y trepó a la camioneta cerrando la portezuela con un estruendo. Ninguno de los dos dijo nada durante el trecho hasta el rancho de los Flynn y sin embargo, los muchachos notaron que aquello que se había fundido con el aire poco antes había vuelto a colarse por las ventanillas de la camioneta y se había instalado allí como una presencia embarazosa. Uno de los dos lo entendía perfectamente, el otro no. Estremecido, pensó que no había nada que entender. Con todo, no pudo conciliar el sueño en toda la maldita noche.
Continúa.

martes, 14 de octubre de 2008

Seis cosas


Desde Colombia he recibido una invitación.
Una grata invitación, de parte de El César del Cóctel de http://cocteldecolombia.blogspot.com. Pero, voy a cumplir sólo con una parte de su simpático convite, tratando de enumerar seis cosas que me hacen bien, que me alegran el alma. No es rebeldía, aunque podría serlo, el que no obedezca a toda la propuesta. No señor. Es vagancia, nada más. Perdón, oh, César. Confesori te salutant.
Acabo de hacer un vuelo rasante por casitas amigas, y he comprobado la inocencia y la delicadeza en la reseña que cada uno ha hecho. Debí, entonces, tachar tres de la lista de seis que ya había confeccionado...
En fin, aquí va la definitiva, estas son seis, apenas seis de todo un tendal de cosas que me hacen inmensamente feliz:

- El abrazo y el beso de mis sobrinos en la vereda de la escuela.


- El café con medialunas que comparto con mi má los jueves por la tarde.


- Las caricias de mi vaquero antes de dormir.


- Dibujar y escribir.


- Los atardeceres patagónicos.


- Los comentarios llenos de afecto en ésta, mi guarida.

Y podría seguir, eh. Ya lo creo que podría, por renglones y renglones.
Pero seis es un buen número. El doble de tres, al que estoy tan ligado.
Aunque... siete no hubiese estado mal tampoco.
O doce, o veintitres quizá...
Así hubiese podido incluir comer helados, ver pelis de animación, leer, Disney, Tintín, Peanuts, las milanesas, tomar mate dulce, escuchar miles de canciones favoritas, los delfines, viajar, andar en bicicleta, las pastas, contemplar el mar, el cielo, los perros, los conejos, el recuerdo de mis abuelos, las montañas, las historias de montañas, el cine, los musicales, el esquí, los sandwichs de jamón crudo, nadar...

Imagen: archivo personal.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Nieve - III



Al canto de un gallo desde el corral vecino al granero siguió un largo mugido que cortó con la ensoñación de Rafael. El catre bajo sus espaldas crujió al rodar. Entreabrió un ojo. Aún era de noche, malditos animales. Golpes bruscos sobre el chapón del portón lo arrancaron de un mundo de impresiones descoloridas y palabras huecas.
- ¡Eh, Sheeler! ¡Prepara los caballos, el desayuno estará listo para cuando termines! – aulló la señora Flynn. Creyó oírla mascullar “holgazanes” y “del sur” cuando sus pasos se arrastraron hacia el rancho, pero no estaba seguro.
Se estiró todo lo que daba su cuerpo alargado, reprimiendo un alarido. El catre no estaba mal, pero era demasiado angosto para su contextura. Se vistió y lavó su cara restregándose bien los ojos. El aire afuera tenía resabios de la tibieza de la noche anterior. Escrutó los picos que descendían hacia el este. El horizonte parecía abrirse como fauces de una boca encendida de naranja rojizo. Caminó hacia la caballeriza con paso endeble. Se aseguró de ajustar bien cada montura, de enrollar debidamente cada lazo.Sólo las dos niñas respondieron a su saludo tímido. El señor Flynn gruñó algo por el costado de su boca mientras devoraba un plato que rebalsaba de huevos revueltos y papas. Joshua, los ojos entrecerrados, oscuras ojeras, giraba la cuchara dentro de un cuenco con leche y cereal. El pequeño dormía todavía. Un generoso tazón humeaba sobre la mesa que le correspondía a Rafael. Las niñas lo contemplaban cuando se sentó y metió una pieza de pan en su boca. Les sonrió con la dentadura llena de miga. Rieron con complicidad.
- ¡Terminen su desayuno de una vez! – gritó Madge Flynn. – No quiero más demoras, no cada bendita mañana. ¡Josh, deja de jugar con tu cereal y métetelo en la boca! Stan, apura esos huevos, y alístate.
Rafael sonrió para sí y tragó su café sin más. No serían más que unas pocas semanas allí. Conroy y Harlow llegaron en medio de una nube de polvo cuando con Joshua se encaminaban hacia la caballeriza. Su oxidada camioneta tiraba de un trailer con una decena de ovejas apretujadas. El que carecía de uno de sus dientes levantó la mano, el otro inclinó su sombrero al descender.
- Debemos esperarlos. Ve a buscar a los perros. – ordenó Josh con desgano.
El sol ya calentaba cuando los cuatro montaron sobre sus caballos. Escoltaron el rebaño hacia un prado que se extendía más al oeste del que habían estado el día anterior. La hierba de ese lado conservaba todavía la humedad de los vientos del Pacífico. Fue un día duro para Rafael Sheeler. Curó a numerosas crías, desparasitó el hocico y los genitales de otros tantos animales adultos, reparó una larga alambrada caída. Conroy y Harlow se ocuparon de las vacas, siempre a considerable distancia de los muchachos. Rafael los observaba cada vez que se juntaban a fumar y reír. Josh apenas si levantaba la mirada para otear el cielo de vez en cuando. Poco después de mediodía, cuando el sol fundía la piel, se largó sin decir nada. Regresó a media tarde con una vianda para Rafael.
- Esto es para ti. Puedes tomarte unos minutos. – concedió en un murmullo, extendiendo un pequeño paquete envuelto en papel madera. – Pero no descuides el rebaño.
“Así será, mi teniente”, pensó Rafael para sí. “Condenada familia de mandones, deberían estar todos en la maldita milicia.” Joshua debe haberlo adivinado en su expresión porque lo miró casi de soslayo, y esa fue la primera vez que tuvo la oportunidad de apreciar el manso rostro del joven. La mirada huidiza del mayor de los hijos de los Flynn tenía sin embargo, detrás de la docilidad impostada de su celeste acuoso, un dejo felino. La delicada nariz en punta coronaba los altos pómulos cubiertos de pecas, los labios rugosos y anchos. Un flequillo rubio ceniciento asomaba bajo el ala del sombrero. La nuez de Rafael se movió, nerviosa, por su cuello. Josh pareció alarmarse súbitamente por alguna razón que ninguno de los dos alcanzó a comprender. Se puso inmediatamente de pie y se perdió entre el rebaño. Rafael pudo ver que se había ruborizado furiosamente.
Esa tarde, durante la cena en el rancho, tuvo lugar una fuerte discusión. Una de las niñas lloriqueaba cuando Rafael tomó asiento frente a un plato de humeantes verduras hervidas.
- No van a decirme a mí lo que debo hacer con mis hijos. – resoplaba la señora Flynn. – Escúchame bien, Sue Ann, porque si no lo haces voy a lavar tus orejas con lejía, ¿me oyes? No quiero volver a ver salir de labios de tu padre una queja más de la maestra Stewart. Ni una sola más. ¡Megan no te rías o tendrás lo mismo!
- Pero mam... – intentó decir la niña a la que llamaban Sue Ann.
- ¡Mamá nada! No soy tu madre cuando me decepcionas de este modo. Y tu padre tampoco es papá esta noche. Y tu familia tampoco lo es. ¿Ves qué logras cuando te portas mal? ¿Lo ves? – Se interrumpió para voltear y dirigirse a Rafael que engullía un bocado. – Sheeler, en esta casa se ora a las siete en punto, ¿de acuerdo? Los Flynn somos gente de palabra y respeto, y pretendemos lo mismo. Espero no tener que repetirlo. – por detrás de los gruesos hombros de la mujer un asustado Josh lo miraba de reojo.
- No tendrá que hacerlo, señora. – musitó el muchacho, sin dejar de masticar.
Ella lo miró con ojos de “más te vale.” Al cabo añadió: - Mis hijos conocen la palabra del Señor. Y saben bien cómo espero que se comporten frente a los demás. ¿Joshua?
- Sí, mamá, así será. – tartamudeó el joven.
- ¿Stanley? – consultó la mujer.
- Ya escucharon a su madre. Todos. Una falta más y ya saben lo que les espera. – recitó el señor Flynn con voz cansina.
Rafael repitió el rito de la noche anterior. Fumó un par de cigarrillos sentado sobre un fardo frente al granero canturreando suavemente y luego se lavó con agua del barril que había estado al sol. Quitó la humedad en su piel con la toalla raída y luego se echó pesadamente sobre el catre. Estaba cansado pero le costaría dormir, el aire conservaba aún mucho del calor del día. Cerró los ojos. Se incorporó como si alguien le hubiera vaciado un cubo de agua helada, metió sus pies en las botas y casi corrió hacia el montículo de fardos de heno. La toalla se deslizó por sus piernas y cayó al suelo. Maldiciendo, volvió a cubrir su desnudez cuando oyó claramente el rumor de pasos acelerados. Una silueta se alejaba rauda cuando asomó a las puertas del granero y se perdía en las sombras del rancho. No pudo identificarla, pero no dudó de que se trataba de un hombre.
Los días, después, se sucedieron sin variantes. El señor Flynn debió permanecer en reposo víctima de una artrosis crónica que solía dejarlo inmóvil de vez en cuando. Conroy y Harlow parecieron tomar su lugar, supervisando cada pisada que daba Rafael. Josh apenas si dijo más que un par de órdenes que le dio, y uno que otro gracias a desgano cuando lo invitaba con un cigarrillo. Era sábado por la tarde cuando Rafael quitaba las espinas de las patas de un cordero y Joshua desmontó con su comida.
- ¿Qué se hace por aquí los sábados en la noche? – inquirió luego de agradecerle.
Josh lo miró con gesto esquivo en tanto apoyaba la vianda sobre un tronco.
- Pensaba tomar una cerveza, podemos ir juntos si tienes ganas. – invitó Rafael, sin sacar la vista del cordero que chillaba lastimosamente.
- No tomo cerveza. – repuso Joshua secamente.
- De acuerdo, puedes tomar un vaso de leche si quieres. Yo iré al pueblo de todos modos.
La cortina se meció levemente cuando Rafael se acercó al rancho después de la faena. Anunció a la señora Flynn que no cenaría con ellos esa noche. Joshua pareció sobresaltarse mientras apilaba la vajilla sobre la mesa.
- Haz el favor de avisar con más anticipación la próxima vez. Esto no es una fonda. – espetó la mujer.
Se acicaló rápidamente sin desnudarse por completo esta vez. La brisa soplaba desde el sur, con calientes remolinos. El motor de su camioneta se encendió en el tercer intento, cuando hundió el pie en el acelerador y la carrocería se sacudió con un bramido. Aguardó unos instantes hasta que levantara un poco de temperatura, la mirada clavada en el espejo retrovisor que torció apuntando al rancho de los Flynn. La dueña de casa merodeaba por la cocina aún, el resplandor en las ventanas de un lado indicaba que el señor Flynn y sus hijos miraban la televisión. Rafael decidió esperar un poco más fumando un cigarrillo. Luego decidió que era estúpida su espera y arrancó lanzándose al camino que llevaba a la interestatal. No le costó nada ubicar el bar del que ya le habían hablado, el Wandering Horse. Cerró la pesada puerta con un estrépito al apearse. Una figura de sombrero negro, acurrucada en las sombras de los bártulos de la caja de la camioneta, lo hizo maldecir de susto.
Continúa.